08 julio 2011

LA GRUTA SIMBÓLICA

ANTONIO “EL JETÓN” FERRO Y JULIO FLÓREZ,
DOS FIGURAS CIMERAS.

PREAMBULO

Este pequeño ensayo pretende ser una rápida mirada al momento histórico, a las realizaciones literarias y a la trascendencia política de la “Gruta Simbólica”. Se enfoca desde la ciudad de Chiquinquirá, por cuanto dos de sus más notables cultores fueron integrantes de la misma. El primero, Antonio “el jetón” Ferro, como mecenas y figura de primer orden en el chispazo o calambur. El segundo, Julio Flórez, poeta romántico por excelencia, personaje de renombre universal, quien a comienzos del siglo XX se encontraba en su momento cumbre como reconocido vate, declamador de acendradas virtudes histriónicas y líder contestatario del gobierno conservador de turno.

Chiquinquirá tuvo una inusitada importancia cultural a finales del siglo XIX, precisamente por la cantidad y calidad de cultores que se formaron en sus señoriales casonas y estancias, hasta llegar a ser llamada la “ciudad de los cien pianos” y la “Atenas de Boyacá”. Algunos medios impresos de la época registraban con cierta sorpresa que se solicitaran a las casas musicales de Europa más pianos para las residencias de Chiquinquirá que para Bogotá, la capital. No es gratuito que una pequeña aldea recibiera un legado cultural tan amplio. Si repasamos la historia local encontramos que la devoción a la Virgen de Chiquinquirá, renovada el 26 de diciembre de 1586, que produjo un éxodo de personas, en su mayoría europeos o criollos descendientes directos de las etnias del ‘viejo continente’, llegaron al fecundo valle para instalar incipientes fondas y posadas con el propósito de atender la empresa religiosa cultural que se llamó la ‘romería’ o ‘peregrinación’ que a lo largo de varios siglos definió muchos de los patrones artísticos colombianos en música, danza, literatura, pintura y escultura, entre otros.


FUNDACIÓN DE LA VILLA DE CHIQUINQUIRÁ.

Unos pocos años antes de morir en 1583, el encomendero Antonio de Santana en compañía de su esposa Doña Catalina García de Irlos, habían ordenado la construcción de una nueva morada, en la margen izquierda de un río de caudalosas aguas, que luego se llamó ‘Río Chiquinquirá’, para aprovechar la abundancia de pastos y la fertilidad de sus tierras. Doña Catalina quiso cumplir la última voluntad de su difunto esposo y se trasladó a la nueva residencia. Entre sus enseres llegó la manta que había contenido la imagen de la Virgen del Rosario.

Un sobrino del encomendero de nombre Pedro de Santana, había seguido los pasos de su tío en aras de buscar fortuna en el Nuevo Continente; estaba casado con una mujer nacida en Guadalcanal, España, con quien tenía un hijo de tres años; esta mujer de nombre María Ramos, había tenido una hija con otro varón que a la sazón contaba con unos 13 años; María, intentando hacer vida con su marido viajó a América, pero aquí Pedro de Santana estaba “entretenido con otra mujer”; a esta primera desgracia se sumó la muerte repentina de su pequeño hijo, víctima de las fiebres del trópico; así que la mujer entró al servicio de doña Catalina y con ella llegó a la que será la ciudad de Chiquinquirá.

Intentando apaciguar sus penas María Ramos, solicitó a los indios cocas de la vereda de ‘Hato de Burras’, hoy ‘Hato de Susa’ que levantaran un pequeño oratorio, donde extendió la manta que apenas si tenía algunos rastros de pintura donde estuvo plasmada la mestiza Virgen del Rosario en compañía de San Antonio y San Andrés. Según refirió al primer cura párroco de la naciente ciudad de Chiquinquirá, don Gabriel Gallegos, todos los días la piadosa mujer rezaba diciendo: “Hasta cuando Rosa del Cielo, tendré la dicha y la fortuna de ver tu bello rostro”. En la mañana del viernes 26 de diciembre de 1586, un niño mestizo de unos 12 años de edad de nombre Miguel, hijo de Isabel, una india ladina de la encomienda de Turga, hoy Muzo, gritó: “Miré mamá que la Virgen se está quemando”. A los gritos corrieron los dueños de casa y encontraron que la imagen había descendido de las cañas en que estaba amarrada y se encontraba de pie sobre el rústico asiento que utilizaba María Ramos para sus rezos y abluciones. 

Esa mañana con el grito del niño mestizo quedó fundada la ciudad de Chiquinquirá, que tomó ese nombre porque este lugar, en el siseado lenguaje muisca, se llamó ‘Yenyiniquiza’, que se traduce como ‘el lugar del sacerdote’ (es decir, del conocedor de los secretos) por cuanto sobre los bosques del cerro ‘Terebinto’ o Parque Juan Pablo II estaba la ‘Cuca’, ‘seminario’ o ‘colegio’ donde preparaban a ‘jeques’ y ‘güechas’, quienes recibían amplia formación en medicina, leyes y demás secretos para dirigir las comunidades indígenas.

A la llegada de los sacerdotes españoles, estos recibieron información sobre la importancia cultural que tenían estas ‘cucas’ o ‘seminarios’ y lentamente comenzaron a cambiar el imaginario de dioses tutelares de los indígenas por las advocaciones marianas y de otros santos que traían de Europa. Entonces, no es desenfocado afirmar que se logró una inversión mental entre la diosa Bachué y la Virgen del Rosario, para permear -en el larga duración- una mentalidad religiosa del orden sincrético, es decir, tomando elementos de las dos culturas para finalmente trazar una serie de imaginarios, que en últimas son grandes empresas de propaganda para sustentar un concepto, como por ejemplo, el ‘Imaginario Mariano’ que presenta a la Virgen como el paradigma esencial y el modelo de virtudes de la mujer; para pregonar que dama ‘bien casada’ es aquella que contrae matrimonio a los pies de la Virgen y, así lo canta la “Guabina Chiquinquireña”, la pieza folclórica que le da identidad  a la ciudad y al santuario mariano que la preside.
La imagen de la Virgen del Rosario que posteriormente de denominara la “Virgen de Chiquinquirá”, fue pintada hacia 1560 en Tunja por el artista español Alonso de Narváez, quien utilizó una manta de algodón finamente elaborada por los indios tibanaes y como pigmentos mezcló rusticas pinturas conformadas con cal, oxido de hierro y zumo de flores y plantas. A la derecha de la Virgen colocó a San Antonio de Padua -de la orden franciscana- y a la izquierda a San Andrés Apóstol, en homenaje del encomendero Antonio de Santana y del sacerdote dominicano Andrés de Jadreque, que por entonces era su mecenas.
El lienzo fue expuesto por 20 años en la pequeña capilla de la hacienda de “Aposentos” del poblado indígena llamado Sutamarchán distante 30 kilómetros de la ciudad de Chiquinquirá. El cuadro se deterioró por acción de los elementos naturales y prácticamente se borró. Se utilizó como trebejo para secar cereales y María Ramos la llevó a Chiquinquirá entre los enseres propios de un doméstico trasteo, en el año de 1586. Allí se producirá la milagrosa renovación (retomó los colores originales) para mantenerse todavía visible en la Basílica de Chiquinquirá.  

CHIQUINQUIRÁ, CIUDAD DE DEVOCIÓN Y NO DE CUADRÍCULA.

A comienzos de 1587, el arzobispo de Santafé, Luis Zapata de Cárdenas ordenó las primeras averiguaciones sobre el milagro de la renovación, lo que obligó el desplazamiento de una nutrida comisión que a su paso fue sumando cientos de devotos que llegaron al lugar del portento y se quedaron conformando negocios de comidas, bebidas y de precarios alojamientos para las crecientes romerías que el milagro originó, además de los infatigables cargadores de sal, procedentes de Zipaquirá  con destinos al norte y oriente del país.

La viuda Catalina de Santana se erigió como la primera autoridad ordenadora para vender y adjudicar los solares que dieron inicio a la población. Hacia 1588, se trazó la primera plaza de Chiquinquirá, siguiendo los planos de la “cuadrícula” autorizados por la Corona Española, es decir, 80 metros por 80 metros, pero no pudieron asignar los costados, como ocurrió con las fundaciones hispánicas de Santafé y Tunja, puesto que allí los capitanes, Gonzalo Jiménez y Gonzalo Suárez, respectivamente ordenaron trazar la cuadrícula y asignaron los costados así: Al Norte el poder Civil (donde hoy está la Gobernación), al Oriente, el poder Religioso (actualmente está la Catedral), al Occidente el poder Militar (ahí estuvo el ejército y la policía) y al Sur, los servicios, que para esa época eran carne, agua y leña. (El acta de fundación hispánica de Tunja se conserva en el Archivo Regional de Boyacá y allí se puede leer con toda claridad las diferentes disposiciones y los repartos de los solares.) No ocurrió lo mismo con Chiquinquirá, por cuanto este municipio como ya se dijo no tuvo fundación hispánica; nació y creció como producto de una devoción religiosa que fue y será fundamental a lo largo de su historia.

El 30 de mayo de 1636 la comunidad dominicana se hizo cargo de la imagen y de la parroquia (María Ramos, primera propietaria de la reliquia ordenó en su testamento en 1633 -año de su deceso- que la sepultaran con hábito dominicano) y los padres se dieron a la tarea de construir una gran templo de tres naves en el mismo lugar del milagro. En 1651, la aldea cumplió 65 años de ‘fundación’, con el inventario que se incrementaron las residencias y diversos negocios en torno al venerado cuadro.

La Corona Española, la declaró ‘villa organizada’ y le nombró autoridades sujetas al Virreinato de Santafé. Lo deleznable del terreno donde se produjo el milagro de la Renovación de la imagen obligó cambiar de sitio la Basílica que finalmente se construyó unas cuadras arriba hacia el occidente, con tres puertas de acceso y  un  peso total de 3500 toneladas, gracias a los planos del sacerdote español Domingo Ruiz de Petrés, quien también diseñó la Basílica Primada de Bogotá.

La ciudad se desarrolló y ganó en esplendor gracias al portentoso lienzo que logró que su hermosa Basílica -que duró construyéndose 140 años (1797- 1937)- se convirtiera en la casa espiritual de los colombianos y de habitantes de otros países, quienes se  hacen presentes como humildes devotos que con fe y piedad ruegan a la milagrosa Patrona, por la salud, la fortuna y la buena muerte.


LA ROMERÍA A LA VIRGEN DE CHIQUINQUIRÁ.

En su periplo por la Nueva Granada que duró varios años, el pintor inglés Eduardo W. Lemack, en 1843, visitó la pequeña aldea de Chiquinquirá para dejar testimonio de su importancia con dos notables acuarelas. En la primera se observa la Basílica de la Virgen del Rosario con torres puntiagudas y la ‘media naranja’ que ofrece la entrada de luz al templo, construida en cerámica. La segunda es una vista panorámica de la parte nororiental de la ciudad, tomada desde la colina de Santa Bárbara donde se observa parte de la plaza de la basílica y algunos solares que luego contendrán la inmensa casona de doña María del Carmen Salazar, que a partir de 1865 fue la sede del Hospital ‘San Salvador’ y más allá el cementerio central.

La empresa cultural colombiana más importante por cerca de 400 años fue la romería a la Virgen de Chiquinquirá. Se trabajaba arduamente durante todo el año para organizar la romería a comienzos de diciembre. Familias completas, vecinos y compadres que arreaban semovientes cargados de todos los elementos y vituallas necesarios para una travesía a pie por más de 15 días. Los caminos indianos y reales con sus estratégicas posadas y fondas fueron escenario del nacimiento de la literatura con los cuentos de espantos, matizados con los antiquísimos mitos, coplas picantes, dichos y refranes y la poesía popular que fue aclimatando la irrupción del bambuco como la pieza musical de primer orden en el folclor nacional del altiplano central de Colombia.

La plaza de “La Libertad”, también llamada plaza de la ‘Virgen’, de la ‘Basílica’ o de ‘arriba’ fue el sitio final para cernir el chispazo o calambur, donde don Antonio “El Jetón” Ferro fue el campeón del ingenio para la risa y el festejo propios de las fiestas patronales, mientras sonaban tiples, chuchos y panderetas. No hay duda que la romería a la Virgen de Chiquinquirá aportó elementos muy valiosos, en la música, la danza y la palabra hablada y escrita para consolidar la auténtica identidad del pueblo colombiano. 

¿Quiénes fueron los primeros en arribar a la naciente ciudad? Los europeos, que poseían algunas riquezas, que les permitieron construir sus residencias, que fueron escenarios de los incipientes comercios, posadas y fondas para atender una multitud de gentes deseosas de acercarse al primer milagro de la fe católica de la Nueva Granada. Esos primeros moradores se apresuraron a demarcar solares y a construir cuadras y establos para las recuas de mulas y cabalgares que transportaron los primeros bienes materiales y espirituales de la naciente comunidad.

En síntesis, lo que llegó fue la esencia de la señorial cultura española. Señorial, en todo sentido, por los apellidos y abolengos, por la educación y la cultura, el donaire y la decencia de linajes y estirpes. Aquí no operó el proceso de mestizaje de etnias, por cuanto la presencia indígena fue muy precaria. No se dio un proceso de transculturación que permitió el paso de las comunidades indígenas a comunidades campesinas, por la escasez del material humano indígena. Sólo existía una comunidad de 60 indígenas ubicados en los cerros de Hato de Susa, distante del lugar donde se fundó la ciudad unos 15 kilómetros.

La etnia blanca española, se asentó con su larga cultura permeada desde siglos atrás en su natal territorio de Europa. Aquí asimiló, el esplendor de un nuevo paisaje, las voces de un lenguaje indígena que debieron respetar en los nombres de los lugares que habitaron, en la confección de las comidas, en la ilación de sus ratos de ocio, para la construcción de sus manifestaciones culturales: música, literatura, pintura, entre otras.


POETAS, MUSICOS, PINTORES Y LITERATOS.

La romería al santuario Mariano, fue consolidando una cultura que trazó el hombre chiquinquireño por antonomasia: un ser hondamente espiritual por los rasgos religiosos que se pregonaban a diario y la sensible manifestación cultural que se desarrollaba en casas y estancias. No es gratuito para una cultura ricamente construida que florezcan voces poéticas, como la de Julio Flórez, José Joaquín Casas, Pío Alberto Ferro Peña, Antonio  Ferro Bermúdez, (“el jetón”), Jorge Matéus, Rosa María Otálora de Corsi, Octavio Quiñones Pardo, Héctor Moreno, por mencionar a algunos de los más notables. Tampoco es gratuito que nazcan figuras en las artes plásticas como Rómulo Rozo, Antonio Cortés Mesa, Félix Otálora, Dionisio Cortés Mesa, Luis Carlos Rodríguez, César Gustavo García Páez.

En la música, gracias a la presencia de romeros y promeseros, los tiples fueron haciendo su cuna en la ciudad religiosa y con el paso del tiempo, el perfilado bambuco lanzó sus perfumado aroma para inscribirse como la primera gran muestra musical de la identidad de Colombia hasta el reconocimiento internacional de los afamados instrumentos musicales de cuerda elaborados -en particular- por don Rafael Norato, nombre legendario registrado en el coplerío colombiano del maestro Guillermo Abadía:

“Mi tiple suena lindo,
mi compadrito don Torcuato,
me lo hizo en Chiquinquirá,
Don Rafaelito Norato”.

La romería se diseñaba a lo largo del año. Había que trabajar duro para disfrutar de esos días de veranos del mes de diciembre en compañía de familiares y amigos. Se sacrificaban los corderos y bovinos para proveer la carne del camino y entonces, mientras se caminaba se iban secando los costillares y perniles que en la posadas camineras se doraban, mientras se cantaba la copla y de departía el aguardiente y la “gota de chicha”, fabricada con los mejores secretos de las comadres.

Las relaciones interpersonales eran de un respeto absoluto. Ese respeto lo imponía la institución del compadrazgo, más respetable en Boyacá que la misma condición de hermanos. Esta es la razón para el grito fiestero de doble sentido que expresa el folclorista Jorge Veloza en una de sus cantas: “Ni que fuéramos hijos de dos compadres”, significando con ello, “el grave pecado de faltar a una mutua promesa de respeto. En la plaza de la Libertad de Chiquinquirá era el encuentro de los compadres. Las diferentes colonias alistaban lo mejor de sus repertorios para “zaherir” con la chispa de la inteligencia al contendor de turno en el duelo de “moños”, mientras se bailaba con enaguas almidonadas y cotizas de fique, el torbellino que hacía revolar el agudo sonido del requinto.

La historia musical de la patria, debe registrar el hecho que un santandereano de nombre Carlos Téllez, le solicitó al afamado constructor de instrumentos musicales, Don Rafael Norato, que le confeccionara un instrumento más pequeño que el tiple, con diez cuerdas y un sonido más agudo. Dijo que ese instrumento se llamaba “Requinto”, para librarse del estricto pago del ‘diezmo’ que cobraba la Iglesia que estaba dividido en dos contados: el “Quinto” en el primer semestre y el “Requinto” en el segundo; se eximían del pago del duro impuesto a aquellos músicos y cantores que acompañaran los actos religiosos.

Este análisis nos permite ahondar un poco sobre esta especial identidad que fue permeada por un sistema cultural muy particular: el de las romerías, a las que se debe sumar la actitud abierta y democrática de sus gentes, por cuanto, Chiquinquirá es una de las ciudades más cosmopolitas de Colombia. Fue, es y seguirá siendo un cruce de caminos, a lo largo de su historia. Dos hechos fundamentales la convirtieron en la “ciudad de brazos abiertos”: primero, la devoción mariana y segundo, la recreación familiar y de amistades que consolidaron los nuevos matrimonios -por supuesto, todos a los pies de la Virgen.

Esta es la imagen de la romería que contribuyó en gran parte al origen de la música andina y de la literatura de Colombia, como la expresa la famosa “Guabina Chiquinquireña, cuya letra es del notario Mariano Álvarez Romero y la música de Alberto Urdaneta, estrenada en 1922 en el atrio de la Basílica como una ‘rumba abambucada’, cuyo título original fue “Sacate el clavo”; en 1924 le adoptaron la letra que canta al matrimonio a los pies de la Virgen:  

Ven, ven niña de mi amor
Ven, ven a mi ranchito
que te espero con ardor…
si, si, si dulce y bella noviecita
dueña de mi corazón
vamos a ver la Virgen
y pedir su protección
a rogarle con fe viva
que bendiga nuestra unión.

EL “JETÓN”, ANTONIO FERRO BERMÚDEZ.

Nació en Chiquinquirá el 1º. de septiembre de 1876. En su partida de bautismo que reposa en el archivo de la iglesia de ‘La Renovación’ dice que fue nombrado Antonio María Domingo Federico, hijo legítimo de los señores Fideligno Ferro y Narcisa Bermúdez; abuelos paternos Ignacio Ferro y Ursula Neira y maternos: Domingo y Concepción Obregón.

Su juventud estuvo dedicada a la bohemia, las fiestas patronales de cuanto municipio le brindaba albergue para sus ‘salidas’ y ‘chispazos’, además del libar y jugar billar del cual llegó a ser un verdadero campeón. Clímaco Soto Borda lo llamaba el “sultán de la carambola”. Son muchas las anécdotas que se refieren en Chiquinquirá -algunas de ellas conocidas por las diversas publicaciones que se hicieron por la época de los jolgorios- otras que se conservan en la memoria de sus coterráneos que suelen contarlas con mucha sal y picante, así por ejemplo, refirió el mismo Antonio Ferro que su singular apodo de “jetón” se lo pusieron dos amigas en una fiesta en Ráquira que duró…dos años.

“En uno de esos días, dos clarísimas damas de nombres Bertha y Clema, notando que mi boca tenía dimensiones poco mayores que de la ‘Venus de Milo’ me bautizaron ‘jetón’. Quienes oyeron esto creyeron que yo me había salido de la fiesta disgustado. Algunos amigos me vieron en el portón de la casa y me dijeron: -Hombre, Antonio, el apodo de Bertha y Clema no es razón para que nos abandones. A lo cual contesté: -Como no es ese el motivo, ahora mismo regreso a la sala a revirarles. Y en el salón copa en mano el “jetón” dijo:

Me llama Bertha “Jetón”
por hacerme la silueta,
pero Clema, con razón
medir quiero en su extensión
la mía con esa su…jeta.

Pero, los cuentos y chispazos del apodo del “jetón” no quedaron allí no más. Al ingresar a la tertulia de la “Gruta Simbólica” se registró un memorable chispazo que se relata en otro acápite de este ensayo que tiene que ver con Jorge Pombo y Clímaco Soto Borda, entre otros. Ya entrados en confianza con Soto Borda, éste le preguntó: “¿por qué te llaman “jetón?”. Antonio con socarronería lo miró y haciendo gala de su velocidad mental, le contestó:

Me preguntó ayer Medrano
-¿Por qué te llaman ‘jetón?’
y le dije: -So profano-
siendo tu jeta de hermano
¿por qué te llaman trompón?

Las anécdotas de orden familiar fueron muy comentadas en el medio social de la ‘Ciudad Mariana’. Doña Narcisa -madre del “jetón”- muy molesta por los excesos alcohólicos de su hijo lo recriminaba constantemente, sin que el vástago hiciera caso. Algún día la progenitora se salió de casillas. Al preguntarle don Fideligno -su padre- “¿Qué había pasado con su mamá?” “El jetón” con toda tranquilidad le contestó que le “había solicitado unos Cuellos y ella le había dado unos Puños”.

Preocupada doña Narcisa por las continuas refundidas que optaba el “jetón”, le exigió que le hiciera saber a través de ‘marconi’ o ‘telegrama’ el lugar de su paradero. Antonio llegó al pueblo de Pacho, Cundinamarca a pasar los días de ferias y fiestas. De inmediato se dirigió a la oficina de correos para poner el mensaje que tranquilizara a su querida mamá. Tomó el formato y escribió: “Don Francisco, 10 octubre de 1939”. Al contar las palabras para el cobro, la funcionaria le dijo:- “Señor, este pueblo no se llama don Francisco, sino Pacho”. El “jetón” con amplia sonrisa le respondió: -“señorita es que yo acabo de llegar y no tengo ninguna confianza con él”. (Fabio Peñarete Villamil -en libro referenciado más adelante- atribuye la anécdota a Clímaco Soto Borda… y, sea posible).

El ingenio de Antonio Ferro no solamente se recreaba en la composición poética de asombrosa velocidad. También la inteligencia se mostraba fecunda para sortear situaciones adversas como lo certifica la siguiente anécdota muy comentada entre las gentes de Chiquinquirá: No había alcalde por importante que fuera de los municipios que organizaban festejos populares que rebasara la popularidad y simpatía de Antonio, “el jetón”. Era el máximo organizador de las fiestas, quien disponía los alojamientos, los restaurantes, los potreros para los semovientes, la programación general. Loa burgomaestres quedaban relegados. Todos los visitantes recurrían al “jetón” para solucionar los problemas que se presentaban. Un hombre muy estimado, respetado por propios y extraños que se gozaban los apuntes y ocurrencias de nuestro personaje.

Frente a la Basílica de la Virgen de Chiquinquirá, funcionaba el restaurante más afamado por los años 40. Era atendido por su propietaria doña Trina quien tenía un numeroso séquito de empleados que revolaban en el mes de diciembre con ocasión de los festejos cívicos y religiosos. Estaba el restaurante colmado de comensales, cuando ingresó don Antonio “el jetón”en busca del almuerzo. Se sentó con la complacencia de muchos importantes visitantes que negociaban en vacunos y caballares. En la puerta que daba acceso a la cocina, doña Trina se apostó y recriminó de manera altanera al “jetón”: -“Señor Ferro, ¿no le da vergüenza venir a pedir almuerzo, llevando cuatro meses sin pagar la comida?”.

Don  Antonio no respondió nada. Total silencio. Doña Trina arreció la arenga. Se desmandó en palabra gruesa y don Antonio, quieto, en absoluto silencio. La señora ingresó a la cocina y de ella salió una de las jóvenes empleadas con el almuerzo para el señor Ferro. Los comensales levantaron la cabeza con pasmosa incredulidad, porque no entendían que un personaje tan reconocido y prestante asumiera esa actitud de cinismo y descaro. Don Antonio consumió las viandas con fruición. Las gentes levantaban las cejas con el asombro propio de sentir en carne propia la vergüenza. “El jetón” dobló la servilleta y se puso de pie. Se dirigió a la puerta del establecimiento y cuando iba salir se paró en el dintel y dijo: -“¿Cómo les parece esta vieja chivata?... Si le contesto, ¡me gana los aguinaldos!”.

La licorería más afamada de Chiquinquirá por esta época era la de Evita Rincón, esquina de la calle 16 con carrera 10ª. Muchas horas departió allí el “jetón”. Le abrió cuenta a Evita para ir sumando las libaciones y las botellas que llevaba para la isla del ‘Santuario’. En cierta ocasión, pasó por el negocio y con voces de apresuramiento le dijo a la propietaria: -“ya sabes Evita que ando de carreras; ahí te dejó este billete para ir abonándote lo de la deuda; hasta luego, sumercé”. Cuando tomaba el andén, la señora le gritó: -“Miré Antonio que este billete está…” -“¡Falso!”- le contestó con picardía “el jetón”.

“El jetón”Ferro alquiló un cuarto cerca de la plaza de ferias de Chiquinquirá. Para el arco de flores y frutas de la fiesta religiosa del “Corpus Cristhi”, Irenarco Segura, vecino de residencia de don Antonio le envió una nota solicitando la contribución monetaria para la construcción del mismo. “El jetón” -en nota de estilo- le respondió:

Lamento informarle
que mi recurso está muy parco,
y, como cosa muy ‘Segura’
he decidido no ‘Ir-en-arco’.

Se pueden reseñar muchas anécdotas y apuntes de Antonio Ferro -algunas de ellas publicadas en periódicos y otras más en los excelentes libros editados sobre la ‘Gruta Simbólica’. El primero escrito por el propio “jetón” con la colaboración del “Runcho” Ortega, publicado meses antes de morir don Antonio, en noviembre de 1952. El segundo dirigido por el notable escritor Fabio Peñarete Villamil nacido en Sutamarchán, Boyacá que además cuenta con unas excelentes caricaturas de su hermano Edulfo Peñarete Villamil, la segunda edición es de 1972, aumentada y corregida con prólogo de Enrique Santos Montejo, ‘Calibán’, por entonces el periodista más leído, además de comentarios de Abelardo Forero Benavides, Fernando Soto Aparicio y Darío Samper entre otros.

De estas magnificas notas, ‘Calibán’ escribió una memorable semblanza del “jetón”: (…) “Uno de los colombianos más dignos de admiración y cariño que haya producido la colombiana tierra, Antonio Ferro es un tipo genial…Mina inagotable de sal fina y de inteligencia, admirable corazón. Siempre fue amigo de los humildes. Siempre fue su defensor y su protector. Por esto, en el occidente de Boyacá, Antonio Ferro es dueño del fanático amor, de todos: grandes y chicos, ricos y pobres. Los unos porque aprecian sus grandes cualidades intelectuales, sociales y morales, los otros porque ven en él a su compañero, el valeroso y desvelado caballero andante dispuesto a romper lanzas para enderezar entuertos y vengar agravios hechos a campesinos y gente pobre…”

Su mismo compañero de tertulia e incomparable amigo de todos los instantes, Clímaco Soto Borda, lo describió en una incomparable sextilla de esas llamadas de alto vuelo:

Salud a ti, el más ardiente
bohemio, gentil “cuartazo”.
Padre y señor del Chispazo,
Sultán de la carambola,
te tiro de ‘bola a bola’
mis más cariñoso abrazo.

Tras su muerte ocurrida en 1952, la prensa colombiana publicó singulares semblanzas, como aquella rubricada por Luis Eduardo Nieto caballero, el incomparable ‘Lenc’ que tantas excelentes páginas dejó para beneplácito de las letras colombianas:

“Hace más de treinta años que conocí a este ingenio que pasó por la vida riendo y haciendo reír, buscando en todo el retruécano jocoso o haciendo la copla picaresca, la estrofa amorosa, el pequeño poema sentimental, sin consecuencia pero de efecto inmediato para el aplauso o para la sonrisa. Amigo de ingenios peregrinos y bohemios, compitió con los más célebres fabricantes de chispazos, es decir, con Soto Borda y Jorge Pombo, de quienes Emilio Bobadilla, dijo que eran inimitables. Pero se aferró a su región chiquinquireña, donde tenía bienes, amigos y un paisaje que nunca se cansaban de reflejar sus retinas.

Momento crucial de su vida fue cuando resolvió establecerse en la isla de “El Santuario” en la laguna de Fúquene. (…) Ese sol todo lo vivificaba. Pero vivificaba más, ya no las plantas y las aves, sino a las gentes, el espíritu de Antonio Ferro, en permanente fiesta, burlándose de él mismo, realizando las más extrañas y jocosas asociaciones, contando anécdotas y haciendo de los brindis un torneo de espiritualidad y de risa, dejaba la impresión de alegría, de bienestar que no producen sino los seres benévolos. No tenía ambiciones ni en lo económico, ni en lo social, ni en lo político. Vivía feliz como era y como Dios le había permitido desarrollar sus talentos.

(…) Moreno, serio, tallado en madera dura, parecía adusto, mientras no tomaba la palabra. Pero una vez lanzado por la pendiente de lo ingenioso le chispeaban los ojos, se le alegraba el rostro y contagiaba a los oyentes con sus carcajadas. (…) Así lo encontró la muerte. (…) y se entregó, sin protesta, sin un grito, como un retruécano final, convencido sin duda de que más allá de la tumba debían estar esperándolo los repentistas, los amigos de su corazón y de su espíritu, con quienes habría de continuar la fiesta…”      


LA ISLA DEL SANTUARIO DE LA LAGUNA DE FÚQUENE.

Sin lugar a dudas uno de los sitios más bellos y ensoñadores de Colombia es la Isla del Santuario, ubicada en el extremo nororiental de la ya casi extinguida Laguna de Fúquene. Es un terreno de cinco hectáreas, en forma de cono, poblada de abundante vegetación que en los actuales momentos es talada para reemplazar los antiquísimos árboles que ofrezcan menos peligro a los funcionarios del Estado que allí laboran y a los escasos visitantes, por cuando el Centro Geomagnético del Instituto “Agustín Codazzi” que funciona es muy susceptible a alteraciones por joyas y objetos metálicos que los mismos posean.

Refieren las personas que conocieron a don Antonio “El Jetón” Ferro, que este destacado folclorista en su juventud se aventuró -con otros amigos- a pernoctar en la isla, por entonces poblada de matorrales y hierba de diferentes especies donde habitaban cualquier cantidad de patos y aves del orden acuático, que indefectiblemente Antonio fue mermando con su escopeta.

A comienzos del siglo XX, Antonio Ferro se graduó bachiller y su padre nombró padrino a don Danilo Parra, rico hacendado propietario de muchas tierras, entre ellas la isla de ‘El Santuario’. Tras muchos ruegos y calambures de alto calibre, don Danilo decidió obsequiar el pedazo de tierra abandonada a su ahijado. 

Lenta pero tesoneramente “el jetón” se dio a la tarea de despejar la isla de matorrales y demás hierbas que imposibilitaban su caminar. Luego fue transportando en barquetas ladrillos, cemento, tejas, puertas y ventanas con las cuales comenzó a edificar su famoso chalet que de los años comprendidos entre 1930 y 1950, fue escenario y residencia veraniega de la intelectualidad colombiana, entre ellos los miembros de la ‘Gruta Simbólica’  de la cual hizo parte “el jetón” como su mecenas y principal animador a la que le aportaba  buen brandy y chispazos de humor que se quedaron en la historia de Colombia.

Preocupados por colocar un Centro Geomagnético que informara al país sobre fenómenos naturales: sismos, lluviosidad, evaporación, luminosidad solar, entre otros, los funcionarios del recientemente fundado Instituto Geográfico “Agustín Codazzi”, informaron al gobierno de turno que el lugar ideal para tal centro era la Isla del Santuario de la Laguna de Fúquene. Entonces, comenzaron los tratos con el único propietario don Antonio Ferro Bermúdez, que ya había pasado de sus 70 años de edad. Tras arreglos, dimes y diretes de la partes se llegó al acuerdo y entonces, la Isla escenario de la poesía popular de la nación, de muchas bohemias, enamoramientos y matrimonios y no menos momentos de dolor y amargura, se convirtió en uno de los más importantes centros geomagnéticos de Suramérica. A los pocos meses don Antonio murió, dicen sus allegados que víctima de la pena moral por haberse -en mal momento- desprendido del lugar donde hizo su vida y su particular historia. Su tumba está ubicada en el extremo sur de la isla, bajo la imagen de nuestra Señora del Puerto y en cuya lápida se lee:

“Aquí yace el calavera
que ordenó y dejó dispuestos
los bienes a su manera,
y a la “Gruta” verdadera
tiró sus últimos RESTOS…”


DISEÑO DE LA ISLA:

El desembarcadero lo bautizó con el nombre de ‘Puerto Rendón’, en memoria del genial caricaturista Ricardo Rendón quien murió en los años treinta en el famoso café ‘La Gran Vía’. De este puerto se desprende la avenida ‘Clímaco Soto Borda’, que es una larga escalera con los más bellos jardines que da acceso al chalet, residencia del propietario y sus huéspedes. La avenida principal que conduce a la colina de la isla es vía de doble calzada, totalmente empedrada y con hermosos jardines en la mitad de la misma y a sus lados. De esta avenida se desprenden otras que van a diferentes lugares de la isla. Esta simpar ruta lleva el nombre de ‘La Gran Vía’, en homenaje al inolvidable lugar de tertulias de los intelectuales colombianos.

La cima de la isla desde donde se divisa todo el contorno de la laguna de Fúquene, tiene un añoso pino ciprés que da sombrío a un montículo circular de descanso. Tiene el nombre de ‘Cumbre Silva’ en memoria el eximio poeta José Asunción Silva. De puerto Rendón hacia la derecha se desprende la avenida José Eustacio Rivera y que llega hasta el imponente faro, en el extremo nor-occidental de la isla y hacia la izquierda la avenida Jorge Pombo, ambas avenidas bordean la laguna en medio de gigantescos árboles de los cuales caen espectaculares barbas de San José.

Otras avenidas internas llevan los nombres Julio Flórez, Luis tejada, José Joaquín Casas, Rafael Pombo, Manuel A Murillo, Jorge Matéus, entre otros mencionados en su testamento literario. En la antigüedad se utilizó otro puerto ubicado en el extremo sur-oriental que llevaba el nombre de Enrique Álvarez Henao, este puerto está cercano al reloj solar, mitad simbología muisca, mitad lenguaje astronómico que da acceso, al ‘rincón de los enamorados’, un acantilado cortado verticalmente sobre las aguas de la laguna y que en su parte superior tiene forma de quilla de alguna nave marítima. Más allá está ‘Nuestra Señora del Puerto’, una estatua de bulto de la Virgen María, con el niño Jesús en sus brazos quien sostiene en su mano derecha un barco. A sus pies está la tumba de Antonio “el jetón” Ferro, enmarcado este singular conjunto por una gigantesca piedra denominada ‘la piedra de los secretos’.

La isla “El Santuario” que fue transformada de un agreste peñasco lleno de matorrales y juntos en una especie de ‘paraiso literario’ fue (y sigue siendo) objeto de mucha ponderación en verso y prosa por diferentes contertulios del “jetón”. En una publicación de la época se advertía entre otras cosas:

“130 kilómetros al norte de Bogotá, a 2.430 metros de altura, rodeado de un paisaje de meliflua tristeza, de singular belleza, propicio para el ensueño, encuentra el viajero la Laguna de Fúquene. (…) En el centro se levantaba un peñasco yermo, desprovisto de plantas, sitio codiciado por las aves migratorias. El conjunto, un imponente escenario de paz. El peñasco vino después por acción de sus ocupantes, a convertirse en pequeño paraíso, de exuberante verdor, matizado de flores. Tomó el nombre de “El Santuario”. En una de las rocas que avanzan sobre las aguas, está la gruta del Mohán, señor de ríos y lagunas, que atraviesa las aguas como sobre flotadores y cuando asciende desde el fondo, se calman las olas y se parten para hacerle camino; cuyas cóleras son pavorosas y lo incitan a veces a meterse en los poblados y llevarse las muchachas más lindas. (…) La isla es una reminiscencia a lo vivo de la “Gruta Simbólica”. Escenario de una legión de episodios intelectuales. Allí nació lo mejor de la producción humorística del “jetón”. Con mucha verdad se ha dicho que constituyó su propia vida. Antonio Ferro, señor de Fúquene y de una dilatada provincia de ensueño”.

Alberto Schlesinger Cordovez, perteneció a la variada gama de epigramistas de las tertulias de Bogotá. Invitado por Antonio, pasó algunos días de vacaciones en la ‘Isla del “jetón”, como se dio en llamarla. Al partir de ese lugar de ensueño, en décimas de excelente confección, así la definió:

(…) En tu isla, que es portento
 de buen gusto y belleza,
no habrá nunca más tristeza
que la del fatal momento
de dejarla; no te miento
si te digo que al zarpar
la barca de ese lugar,
tan apacible y risueño,
donde todo es como un sueño,
sentí ganas de llorar.

El propio “jetón” Ferro en su testamento literario hace expresa declaración deseando descasar para siempre en su ‘isla bienamada’. En el codicilo de la pieza literaria se observa su última voluntad:

“Cuando yo muera, mi fosa
quiero que sea en mi “Santuario”,
y en su tierra silenciosa
me pongan en vez de losa,
un ‘guayabo’ funerario.

Que mi sepultura caven,
sea en la cima o en el puerto…
Ya mis familiares saben
que, cávenla o no l-a-caben
de ella no salgo ¡ni… muerto!


EL “JETÓN” FERRO Y LA TERTULIA “LA GRUTA SIMBÓLICA”.

Varios autores entre ellos Fabio Peñarete Villamil y el notable fólclorologo chiquinquireño Octavio Quiñones Pardo, refirieron en sus escritos la forma como ‘entró’ a la tertulia Antonio “el jetón” Ferro. El primero señaló: “Corre el año 1900. (En el original dice 1910. Imposible. La “Gruta” se había cancelado seis años atrás). El cenáculo de los antiguos contertulios de la “Gruta”se congrega desde hace tiempos en la “Gran Vía”, establecimiento que don Manuel A. Murillo fundara el 11 de octubre de 1893, en el costado oriental del viejo ‘Camellón de las Nieves’, carrera 7ª. entre calles 17 y 18. El nombre del famoso almacén -en cuyo fondo estaba el acogedor salón- le fue puesto para rememorar el éxito de la zarzuela de Chueca y Valverde. Allí se escucharon las voces de los más eminentes intelectuales.  (…) Allí se suicidó, años después, Ricardo Rendón, el mejor caricaturista colombiano de todos los tiempos. Y hacia allí encaminó sus pasos, “el jetón” Ferro,  cuando descendió del tren que lo había traído de Nemocón -tras dos jornadas de a caballo desde Chiquinquirá”.

Según las versiones recogidas en Bogotá -por los años de los festejos de comienzos de una nueva centuria- los más asiduos clientes de ‘La Gran Vía’ eran Clímaco Soto Borda, Enrique Álvarez Henao y Jorge Pombo. Por ellos preguntó “el jetón”, pero le informaron que los ‘tres mosqueteros de la gracia y el chiste’ andaban en esos momentos en el barrio ‘Las Cruces’ toda vez que era ‘jueves de marrano’. Octavio Quiñones Pardo, comentó el suceso con estas palabras: “En un tranvía de mulas se fue “el jetón” como una bala a buscar a sus futuros, grandes e invariables amigos, por quienes preguntó en todas las tiendas de licores del marco de la plaza, obteniendo siempre la misma respuesta: “Acaban de salir de aquí, pero deben estar en otra tienda”. Habíase  entrado la noche completamente, cuando llegó Antonio a una licorería situada en el costado oriental de la plaza. Copa en mano estaban allí nuestros personajes a quienes “el jetón” identificó inmediatamente, pero antes de hacer su presentación, prefirió pararse a la entrada del establecimiento, a observar a los bohemios inmortales”.

“Soto Borda observó prontamente al joven desconocido que celebraba sus chispazos, y resolvió tomarlo del pelo para divertirse un rato a costa suya. Aprovechó Soto Borda la circunstancia del espectáculo que presentaba el firmamento en aquellos instantes. El cielo de occidente se iluminaba a cada momento con los relámpagos y el famoso calamburista, poniéndole la mano sobre el hombro del “jetón”, le señaló las sucesivas llamaradas de luz de la tormenta celeste y le preguntó guasonamente: -“Oiga joven si usted estuviera metido en esa tempestad, ¿qué haría?”- y, Antonio le contestó en el acto: -“Me vendría para esta tienda como un rayo”.


DEL NOMBRE DE LA “GRUTA SIMBÓLICA”.

La calidad y frescura del chispazo fue la carta de presentación del “Jetón” que desde ese instante se convirtió en el mecenas del grupo que se llamaba con algo de rimbombancia la “Gruta Simbólica” que según algunos críticos de la época comentaban, provenía del escaso y lejano conocimiento que se tenía en la aldea de Santafé de Bogotá sobre el movimiento literario europeo del simbolismo que contaba en sus filas con muy notables poetas, que por supuesto era contemporáneo con la “Gruta simbólica” de Colombia.

En las cafeterías de Chiquinquirá era frecuente escuchar a personajes de la ciudad referir anécdotas que involucraban a Julio Flórez con el vasto movimiento del simbolismo europeo. A tanto llegó la imaginación de los contertulios locales que se daba por cierto que en los círculos intelectuales de Francia se comentaba mucho la obra poética del vate chiquinquireño, que impresionados los directores de un importante periódico francés decidieron enviar a un reportero para que entrevistara al “notable poeta”.

En barco desde Europa hasta Barranquilla. En ‘vapor’ por el río Magdalena hasta la ciudad de Honda. En mula o caballo por el áspero camino de herradura hasta Bogotá y de paso hasta la laguna de Fúquene y de allí por el río Suárez hasta la aldea de Chiquinquirá. Toda una aventura que empataba varias semanas de travesía. El periodista golpeó en la puerta de la señorial residencia de la familia Flórez Roa en el costado sur del parque que lleva hoy su nombre.

La ‘negrita’ Blanca Aurora que atendía los oficios domésticos le informó que el ‘niño julito’ se encontraba por los lados del cementerio. Ya oscureciendo, el reportero francés encontró al poeta en la tienda llamada ‘la última lágrima’ en tal estado de alicoramiento que por poco caía al piso del maloliente recinto. Luego de referirle el motivo de su largo viaje, el escritor con tono altivo le dijo: “Joven reportero, vete a la gran Francia y dile a mis seguidores que la cultura colombiana anda por el suelo”.

Julio Flórez nació en Chiquinquirá el 21 de mayo de 1867. Su partida de bautismo dice: “En Chiquinquirá a veinte i cuatro de mayo de mil ochocientos sesenta i siete, bauticé solemnemente a Julio, de tres días, hijo legitimo de los señores Policarpo María Flórez y Dolores Roa. Abuelos paternos: Jacinto A. Flórez y Gertrudis Rodríguez. Abuelos maternos: Dionisio Roa y Jacinta Pinillos. Padrinos Marcelino Flórez y Sixta Flórez, vecinos. Les advertí lo necesario, Fray Buenaventura García”. Fue el séptimo hijo. Sus Hermanos mayores Manuel de Jesús, Leonidas y Alejandro, también escribían versos, por lo que en la ciudad mariana se las conocía como los “cuatro poetas Flórez”. Sus otros hermanos fueron Evangelina, Lastenia, Belisa, Mariano, Joaquín y Emilia.

Otras referencias se encuentran en torno al título de la “Gruta Simbólica”. Algún estudioso del grupo literario escribió que debió llamarse la “Gruta Folclórica” por la diversidad de personajes que por ella desfilaron más con tono jocoso y burlón del gobierno conservador de comienzos del siglo XX que presidía el filólogo José Manuel Marroquín quien al entregar el mandato -tras la separación de Panamá- de manera desabrida dijo: “¿Qué me reclaman? Me entregaron un país y les devuelvo dos”. Esta frase resume la esencia de la “Gruta”, grupo de pensadores que se atrevían a desafiar en las noches las estrictas disposiciones del ‘toque de queda’ y que con estratagemas y complicidades de médicos y demás ‘amigotes’ evadían los cercos policivos, mientras el nombre de Julio Flórez crecía para provocar la protesta y la resistencia a los desmanes de un gobierno que no tenía bitácora ni timón. Algunos más la denominaron como la “Gruta Romántica” en razón de la excesiva producción de poesía con esta tendencia.

Clímaco Soto Borda desde un comienzo vibró en la misma onda con Antonio “el jetón” Ferro, se diría que fueron ‘almas gemelas’ para el chispazo y el goce de la vida; con Julio Flórez fueron más distantes, por aquello que se le atribuye al poeta ciertas ínfulas de grandeza como lo demuestra una célebre anécdota que recoge Fabio Peñarete: “Fue Soto Borda, como lo prueba Rivas Aldana, digno caballero, trabajador constante de la actividad periodística, de la cual derivaba el sustento. De “Casimiro de la Barra” están pobladas las páginas de los periódicos. Logró acumular amplia cultura literaria, con admirable aprovechamiento de horas libres, sin saberse cómo, ni cuando. A este respecto hizo demostraciones elocuentes. Sostenía graciosos “encuentros” con su entrañable compañero Julio Flórez, quien suplía su limitada información libresca con su poderoso talento.

Eduardo Castillo fue testigo presencial de uno de los desplantes de egolatría que solía tener Flórez. Hablaba Flórez con Clímaco acerca del gran poeta romántico francés Alfredo de Musset a quien ligeramente conocía a través de malas versiones castellanas. En la charla se le escapó a Flórez un concepto absurdo sobre el insigne cantor de Lucía. Soto Borda, que adoraba a Musset, por su poesía y además -decía- porque a veces se bañaba en champaña y cuando salía de la bañera el líquido estaba considerablemente mermado, se enfadó por el concepto de Flórez, y con energía y cierta altivez le dijo:

-Tú no puedes hablar de Musset porque no lo conoces y porque eres un ignorante en poesía francesa-. Al oír esta dura apreciación -cuenta Castillo- Flórez se irguió con soberbia altanería y bajo su frente marmórea sus ojos relampaguearon de cólera.

-Es posible -le contestó- que yo no conozca a Musset como tú lo conoces; pero yo soy Julio Flórez; y…aunque tú te colocaras en los hombros las alas de todo lo que vuela en el mundo, no podrías llegar a la cima que yo piso-.

Clímaco, silencioso se quedó mirándolo breves instantes. Luego se encogió de hombros y quedamente le dijo: “Bueno, ala”.

Soto Borda que murió joven -en 1919- fue un escritor de profunda inteligencia que desdeñó los lujos de las riquezas materiales y las preferencias de los abolengos -a pesar de provenir de una cuna linajuda-. Igual que “el jetón” Ferro se mantuvo célibe en sus 49 años de existencia y su única preocupación fue el fundar periódicos o colaborar con ellos y mantener viva la llama de su dulce amor por su querida madre doña Magdalena Borda de Soto que tuvo que soportar su temprano deceso y el cúmulo de homenajes póstumos que se le rindieron. Clímaco Soto Borda en particular décima se autodefinió:

Este soy: Un pobre diablo
que a tragos pasa la vida
en verso y prosa perdida
en el juego del vocablo.
El alma, como un venablo
me hirió el amor enemigo,
más no importa: sumo y sigo,
que aún me queda corazón
para darlo con pasión
a la madre y al amigo.

La verdadera esencia de la “Gruta Simbólica” -la del calambur y chispazo político para zaherir al gobierno de turno- fueron los más difundidos: aquellos que se quedaron en el alma popular por lo gratificante e inteligente del apunte -la mayoría rimados y con excelente factura literaria-, pero de tanto ir y venir el calambur de boca en boca fue tomando otros matices, propios de la desfiguración que opta la palabra cuando llega a ‘flacas memorias’ como aquellos de la “fabla gruessa”, es decir, esos procaces y vulgares que fueron atribuidos a Julio Flórez, por ser este el poeta más sobresaliente del grupo, además de conocerse un poco su “vida privada” colmada de excesos lo que le permitía al común de las gentes endilgarle cosas y textos que nunca fueron de su autoría.

Sobre este tema ahondaremos en próximo acápite. Volviendo a la esencia de la Gruta es oportuno recoger el singular concurso de sonetos que los miembros de la tertulia se impusieron a finales de noviembre de 1903. Como el soneto consta de 14 versos se decidió que fueran 14 los poetas que incursionaran en este difícil arte de rimar y contar sílabas de acuerdo con las licencias poéticas establecidas para su construcción.

Ellos fueron: Víctor Martínez Rivas, Julio Flórez, Alfredo Gómez Jaime, Delio Seraville, Enrique Álvarez Henao, Federico Rivas Frade, Rafael Espinosa Guzmán, Daniel Arias Argáez, Clímaco Soto Borda, Pacho Valencia, Francisco Restrepo Gómez, Antonio Quijano Torres, Carlos Villafañe y Jorge Pombo.

El último en intervenir fue precisamente Jorge Pombo, quien título su soneto “Un catorce”, para hacer referencia a los catorce participantes, pero también a aquella expresión popular que define que se pide prestado algo de dinero un día antes del pago de la ‘quincena’ y que en el lenguaje de la cotidianidad se denomina “un catorce”.

Un catorce

Catorce versos forman los sonetos;
catorce bardos con primor los hacen,
catorce estrellas en la “Gruta” nacen
que iluminan a incrédulos sujetos.

Veintiocho veces escuché cuartetos
que, en verdad, plenamente satisfacen
a todos los poetas que aquí yacen
esperando principien los tercetos.

¡Estoy en ellos! El temor me invade
de improvisarlos ante Rivas Frade,
Valencia y Gómez. ¡Me metí en la gorda!

Más… llegué al último. ¿Podré sacarlo?
Si no puedo, ¡que vengan a acabarlo
Julio Flórez, Restrepo y Soto Borda! 


JULIO FLÓREZ, EN LA GRUTA SIMBOLICA.

Pronunciar el nombre de Julio Flórez es de inmediato entrar en el territorio de la leyenda. No existe escritor colombiano más prolífico en la creación de elementos propios de la fábula, aquel espacio mitológico donde se mueve la realidad y la imaginación de un conglomerado social  que convierte a sus artistas en seres con dimensiones particulares. De Flórez se dijeron muchas cosas escandalosas para una época pacata donde el imaginario de la Iglesia ocupaba la mente de las gentes y la campana ordenaba el tiempo de la tranquila vida parroquial. Todavía la ‘leyenda negra’ de Julio Flórez ocupa -caso Chiquinquirá- un buen tiempo del dialogo en cafeterías y lugares de sociabilidad. Inclusive en el marco del ‘Encuentro de Escritores’ que cada año celebra la ciudad, frente al busto del poeta que preside el parque que lleva su nombre, se festeja su poesía y se cuentan anécdotas de su vida personal y artística. 
                 
Que visitaba cementerios a altas horas de la noche y ataba con cintas negras la osamenta de la amada para celebrar con ella los esponsales de la muerte. Qué bebía licores en un cráneo (en 1922 en Panamá en entrevista con el escritor Luis Enrique Osorio, reconoció haber bebido vino en un cráneo humano, como ‘locuras de la juventud’, cuestión que recoge en su libro Gloria Serpa-Flórez). Que mantenía acerbas distancias con la Iglesia. Que no frecuentaba a su familia (cuando su hermano Alejandro estuvo en la cárcel y Julio publicó su poemario “Horas” en 1893, le envió un ejemplar con la siguiente dedicatoria: “Alejandro: no lo veo porque sufro horriblemente, perdóname. Algún día comprenderá mi alma. Crea en Dios, Julio”. Qué bebía demasiado y llegaba a la madrugada a las ventas de comidas de mujeres humildes que lo estimaban y a quienes nunca les cancelaba el valor de lo consumido. Que odiaba a las mujeres. Así entre cuentos de tanatofilia y frías certezas de misoginia; excesos alcohólicos y recitales con arrobador encanto se fue tejiendo la leyenda hasta convertirlo en un personaje público con amplia resonancia política en la Santafé de Bogotá que no encontraba su destino tras el siglo XIX, siglo con 17 guerras civiles y 11 constituciones políticas.  

Muestra fehaciente de su prestigio político como contestatario del gobierno de turno fue su fallido ‘intento de coronación’ en el Teatro Colón que por poco termina con una revuelta popular por las oscuras calles de la capital. El vicepresidente Miguel Antonio Caro censuró el texto que el poeta quería leer. Flórez se negó a asistir al teatro Al llegar al punto donde se anunciaba la presentación del poeta enviaron una cantante y un pianista. El público sospechó que algo no andaba bien y comenzó a corear “Flórez, Flórez”, hasta que uno de los organizadores tomó la palabra para explicar que el poeta no haría su presentación por cuanto el gobierno no autorizaba la lectura de un poema de su autoría. Tras el anuncio, la silbatina y protesta duró más de diez minutos. Veamos la configuración del poema censurado por el filólogo Miguel Antonio Caro:

¡Oh Poetas!

Nosotros los cansados de la vida, / los pálidos, los tristes, / los que vamos sin rumbo en el mar hondo / de la duda, entre escollos y entre sirtes. // Nosotros los ceñudos / náufragos soñadores de imposibles; / los que damos en cláusulas candentes / el corazón, aunque sangriento, virgen; // Nosotros los cobardes / de esta contienda mundanal y horrible, / porque sentimos el dolor ajeno, / porque gemimos, ¡ay! por los que gimen;

Nosotros los que vamos / sin saber nuestro fin, ni nuestro origen, / con los ojos clavados en la eterna sombra, / en busca de un astro que nos guíe; //  Ya que no nos es dable / ver la virtud preponderante y libre; / pero si el llanto y la miseria abajo, / y en la eminencia el deshonor y el crimen.

Ya que el siglo expirante / rueda a la noche lóbrega y sin límites / de la insondable eternidad cual monstruo / mudo y brutal como la esfinge; // llevando en su carrera / la fe del corazón y las terribles / garras ensangrentadas, / como las garras con que apresa el buitre;

Ya que el talento es sombra / y luz el oro, con el cual consiguen / los perversos las honras, las conciencias / y hasta el azul donde le Señor sonríe; // Ya que la humanidad, / doliente, enferma, aunque solloce y vibre / como el mar en su lecho tenebroso, / del cielo ni una lágrima recibe;

Ya que la fuerza bruta / no pone ciega a sus desmanes dique, / y con fuerza y saña / echa el dogal y la garganta oprime, //  dejemos las endechas / empalagosas, vanas y sutiles: / no más flores, ni pájaros, ni estrellas… / es necesario que la estrofa grite.

Nuestra misión es santa: / no malgastemos en estrofas tímidas / la sacra inspiración que en nuestras frentes / arde con lampos de gloriosos fines. //  Bajemos al abismo / del humano dolor: allí residen / áspides que se enroscan y gestean, / trasgos que se retuercen y maldicen.

Bajemos a ese infierno / poblado de sollozos donde viven / en espantoso maridaje, el hondo / grito blasfemo y la plegaria triste, // y enjuguemos el llanto / de los eternos infelices / que ante el dolor sacuden los cabellos / como el corcel indómito las crines.

Quejemos, hagamos / de los versos ariete irresistible / para romper el mal. Y altivos demos / aliento a la virtud, látigo al crimen. // Hagamos implacables y orgullosos, / si queremos ser grandes y ser libres, / un ramal de las cuerdas de la lira / para azotar con él a los serviles.
Que a nuestra voz desciendan / de lo alto, los míseros reptiles: / todos, todos los déspotas del mundo. / Todos, todos los Judas y Caínes. // Y no temamos nada, / aunque nos escarnezcan y castiguen. / Odio al cuervo, al murciélago y al búho, / Loor al lirio, a la paloma y al cisne.

Hondo desprecio y pena / para los jueces que la ley infringen; / para el cadalso, horripilante pulpo / que hace de sangre y llanto sus festines. // Oremos ante el ara / de la suprema redención; y el líquen; / de la maldad, prendido a las nacientes almas / despedacemos con furor de tigres.

Que nuestros rudos cantos / vengadores, valientes y terribles, / rompan todas las máscaras hipócritas / y castiguen el rostro de los viles. //  Así cuando los hielos de la muerte / nuestras bocas y párpados enfríen, / oiremos el aplauso de los buenos / al rodar en la gran noche sublime.

El poema que consta en su original de 23 estrofas, sólo fue popularizado con 9 de las mismas. El poema marco una época de inquietud política que exacerbaban los problemas políticos que condujeron a la ‘guerra de los mil días’ y la separación de Panamá. La corona de laurel que sus amigos pretendían entregarle tras la apoteosis de su recital en pro de una obra de beneficencia dio origen, meses después al misterioso y bien logrado poema “La Araña”, cuyos versos iniciales así lo recuerdan:

“Entre las hojas del laurel marchitas,
de la corona vieja,
que en lo alto de mi lecho, suspendida
un triunfo no alcanzado me recuerda,
una araña ha formado    
su lóbrega vivienda”.   

Según versiones de analistas, por la misma época,  se consolidó el poema “El chacal de mi patria”que Julio Flórez furibundo escribió contra el entonces comandante de Policía de Bogotá, quien ordenó la detención del poeta por ‘propiciar escándalo en la vía pública’. El escritor en larga entrevista que concedió posteriormente comentó que en la cárcel lo había atacado un fuerte dolor de muela que requería atención inmediata del odontólogo o farmaceuta, cuestión que fue rotundamente negada por el efectivo policial. Situación que con el paso del tiempo derivó en una gran infección que afectaría el hueso de la mandíbula. Al final de la vida de Flórez se desfiguró por completo su rostro y su vocalización se deformó de manera dramática, además del mal aliento que la misma produjo en la humanidad del bardo. Algunos versos de “El chacal de mi patria”son estos:
“Lástima que mi estrofa a ti descienda / y tenga que azotar tus desnudeces / porque, dí: ¿no es verdad que no mereces / tanto, en esta fatídica contienda? // Carcelero sin Dios y sin enmienda: / por ti mi santa madre alza sus preces, / y tú la haces llorar… y hasta las heces / apurar del dolor la copa horrenda.

(…) Nadie quiere tu muerte; ojalá ahora / Jesús resucitara, que de fijo / al conocer tu garra destructora, / al ver que siempre tu maldad se agranda, / como a Ahsverus diría el gran Dios-Hijo: / ¡Anda, monstruo, no mueras, anda, anda!

(...) Jesús no vio llorar a la que un día / le diera el ser: ¡Oh no! con santo encono / deshecho hubiera la feroz jauría. / Más si la vio llorar y ansiando el trono / del cielo, perdonó… Yo, madre mía, / al que te hizo llorar, ¡no lo perdono!” 

La actitud contestataria del poeta se reafirmaba por cuanto en los círculos sociales de Bogotá se reconocía a la familia Flórez como liberales radicales y a Julio como escritor ateo, de inusuales prácticas. Su padre, el médico Policarpo María Flórez, en 1871 se había levantado en armas contra el presidente del Estado Soberano de Boyacá derrotándolo en el ‘Alto de Samacá’ a finales de enero, constituyéndose en presidente hasta mayo del mismo año, cuando una coalición de fuerzas guerreras, comandadas por Felipe Pérez y José Eusebio Otálora lo venció en Paipa. De esa fecha en adelante fue rector del Colegio Universitario de Vélez por varios años hasta su definitiva residencia en Bogotá.

La resistencia contra el partido conservador se incrementó por las continuas disposiciones represivas que optaron sucesivos gobiernos para intentar mantener el orden en una pequeña ciudad que no despegaba con los destellos de modernidad que fueron adquiriendo otras urbes latinoamericanas. Sea esta una de las poderosas razones para que Julio Flórez ingresara con todas las armas intelectuales y morales a la “Gruta Simbólica” para desde allí intentar denunciar los estropicios del poder.

La cimera figura de Flórez se encumbraba cada día más hasta convertirse en un símbolo nacional de resistencia a las debacles del gobierno de turno. Otra figura rutilante de las letras colombianas era el escritor bogotano José María Vargas Vila que descollaba con una literatura panfletaria de alto contenido político para denunciar los exabruptos de la dirigencia colombiana. Las obras de Vargas Vila, al igual que la poesía de Flórez tenían admiradores que adquirían sus libros como ‘pan caliente’. Cada uno labrando su propia imagen que por supuesto caía en los terrenos de la leyenda. No faltaron los avezados ingeniosos que inventaron a los dos escritores el duelo de palabras con las cuales cada uno de ellos enriquecía su leyenda y aumentaba el caudal de sus seguidores.

Dieron en fabular que Flórez y Vargas Vila asistían a las reuniones de la “Gruta Simbólica”, pero que no existía la más mínima muestra de afecto entre ellos. Flórez tejiendo la leyenda tanatofílica y Vargas Vila con su espectro panfletario y de cierta cruda misoginia que lo llevaba hablar mal hasta de su propia progenitora. Cada día les sumaban más eventos de rivalidad a los dos connotados artistas.

La imaginación del común de las gentes desbordó todo cauce normal, cuando se llegó a decir que en cierta ocasión Julio Flórez había llegado a la reunión de la “Gruta” fumando un largo y delgado cigarrillo -por llamar la atención- y que atrapado por la novedad, Vargas Vila le había dirigido la palabra solicitándole un cigarrillo. Flórez altivo y soberbio le contestó en verso diciéndole: - Sabes una cosa José María,

el tabaco es una hierba
que la produce la tierra
que el que la tiene, la fuma
y el que no, que coma mierda”.

Enfurecido Vargas Vila, lo miró fijamente y con disimulada serenidad le respondió: -No se preocupe Julio,

cuando lo tengo lo fumo
cuando no lo disimulo,
pero cuando voy al baño
con flores me limpio el culo”.

La palabra se entretejía en todos los estamentos sociales para crear y recrear la leyenda de los dos importantes hombres de letras, cada uno de ellos -a su manera- víctimas de exilio por causas políticas muy conocidas, en la primera década del siglo XX colombiano que mostró que a pesar de estar en el poder hombres de letras, filólogos como Miguel Antonio Caro, José Manuel Marroquín y otros más, contra los escritores que se atrevieron a cumplir con una primera función de la literatura al denunciar el estropicio del poder -como sabiamente lo definió William Shakespeare- fueron objeto de señalamientos y destierros como en los dos casos que nos ocupan.


EL ‘DESTIERRO’ DE JULIO FLÓREZ.

La “Gruta Simbólica” prácticamente se ‘levantó sola’ por sustracción de materia. Poco volvieron a reunirse los contertulios. Corría el año de 1904 y el furor político se aprestaba para otra campaña electoral por la presidencia. El boyacense, nacido en Santa Rosa de Viterbo, constituyente en 1886 por el Estado Soberano del Cauca, cauchero, hacendado  de profesión y general de la república, Rafael Reyes alcanzó el solio de Bolívar. La guerra civil de los ‘mil días’ y la separación de Panamá habían dejado exiguas las arcas del Estado y maltrechas las relaciones políticas entre los colombianos, así que las protestas y escaramuzas callejeras continuaban a la orden del día. Julio Flórez y otros notables intelectuales de la época mantenían el ajetreo ciudadano reclamando “por los que gimen” como lo expresó en su poema “Oh, Poetas”de años atrás, cuando el escándalo por la censura de Caro.

Diversas versiones señalan que la partida hacia Venezuela en el año de 1905 -prácticamente aceptando el exilio -se motivó por amenazas directas de los estamentos policiales, algunos más inventaron un problema de faldas, otros aumentaron los horripilantes ‘cuentos de los cementerios’ y sus familiares y amigos argumentaron que el presidente Reyes lo hizo llamar a Palacio para insinuarle que saliera del país a cosechar los clamorosos éxitos de su poesía. Sobre este aspecto su sobrina-nieta Gloria Serpa-Flórez, en su biografía presenta el siguiente aserto:

“La fuerza política de Flórez como líder de las masas a través de su contacto popular. Se decía que poseía el magnetismo necesario para atraer el pueblo, el cual veía en él no sólo al cantor de sus amores sino a un alma que lo comprendía y quería compartir sus miserias. Reyes al igual que Caro, consideraban a Flórez “capaz de tumbar gobiernos”. Como no quería echar mano fuerte contra el poeta, decidió tomar una solución  diplomática y alejarlo “voluntariamente”. Se entrevistó con Flórez para proponerle una gira por los países de América Latina.”. Sin embargo es necesario precisar que Flórez nunca salió del país como diplomático.

La fuente bibliográfica aludida señala: “No es exagerado decir que Flórez fue “desterrado” de su patria. Pero la palabra “destierro”, tiene tantas connotaciones como se le quieran buscar. El poeta popular fue mantenido lejos de los límites nacionales durante casi cinco años. Fuera de su patria, de su tierra, desterrado pues. Hecho que no podemos interpretar como un castigo ya que el camino que siguió Flórez, durante ese largo tiempo, fue de ovaciones, de éxitos y de gloria. Flórez que había dirigido sus pasos hacia Caracas donde publicaría su primer libro en el exterior, siguió inexplicablemente vagando por Centroamérica y México en una gira interminable, de casi dos años, que ayudó a sufragar con las regalías recibidas por sus obras editadas en Venezuela, El Salvador y Costa Rica, y el producto de los recitales que ofreció a lo largo de la ruta. Ruta extensa que debería haber terminado al llegar al país de los aztecas. Entonces, sí podría regresar. Pero en agosto de 1907, en ciudad de México, recibió un nombramiento oficial del general Reyes que lo mantendría alejado de Colombia por otros años más”.

Sobre este último aspecto se sabe que residenciado Julio Flórez en Ciudad de México entró en contactos con el presidente de esa nación, Porfirio Díaz, quien habría insistido con el gobierno colombiano para que nombrara a Flórez como secretario de la embajada Colombiana en España. Inclusive se sabe que el propio presidente Porfirio Díaz deseaba nombrar a Flórez como agregado cultural de México en España, situación que hubiera acarreado algunos problemas políticos al presidente azteca.  

La permanencia de Julio Flórez como segundo secretario de la embajada de Colombia en España se vio poética y espiritualmente suavizada por la presencia del poeta de Tunja Alfredo Gómez Jaime, quien ejercía el cargo de primer secretario. Gómez Jaime fue contertulio de Flórez en los cuatro años de existencia de la “Gruta Simbólica” en Santafé de Bogotá. Recordar tiempos felices le alegró el alma al poeta chiquinquireño que tuvo que enterarse por correo del fallecimiento de una de sus hermanas y de otros familiares. El destino de ambos poetas boyacenses tuvo ribetes de aguda tragedia, por cuanto Flórez regresó a su patria en 1909, para asistir en 1910 a algunos actos de celebración del Centenario del ‘grito de independencia’, pero luego se retiró a Usiacurí, en el departamento del Atlántico, buscando las fuentes salitrosas que le curaran el cáncer que crecía en su mandíbula. Alfredo Gómez Jaime, volvió a Colombia para confinarse en el leprocomio de Agua de Dios.

LOS ÚLTIMOS TRECE AÑOS DE JULIO FLÓREZ.
Buscando alivio para los agudos dolores en el rostro, en Usiacurí, Flórez encontró el gran amor de su vida. Una jovencita de 17 años de nombre Petrona Moreno, quien declamó algunos versos del poeta en un acto en homenaje del vate que se realizó en dicho municipio. Las relaciones se entablaron a través de cartas que se cruzaban, gracias a la complicidad de un joven algo retraído de nombre Mamerto Márquez, hasta que la bella señorita, descendiente del general de las guerras de independencia, Juan José Nieto aceptó ‘irse a vivir’ con el renombrado poeta.

El escándalo fue mayúsculo. La iglesia que dominaba la escena nacional por el concordato suscrito en 1887 atizó el escándalo. El cura párroco de Usiacurí fue actor fundamental en la agria polémica. Flórez se dedicó a los negocios de ganadería para asegurarle un halagador futuro a sus cinco hijos que nacieron entre 1910 y 1920 y cuyos nombres -los femeninos- tampoco estaban en el santoral de la Iglesia, ellos fueron: León Julio, Cielo, Divina Alegría, Lira y Hugo.

Mientras engordaba el patrimonio familiar, adquiriendo varias propiedades en Usiacurí y Barranquilla, su enfermedad caminaba a pasos agigantados. Se fue desencajando su rostro y su vocalización se deformó que prácticamente era imposible entender lo que decía. Para un declamador de su categoría este fue el dolor más agudo: no volver a pronunciar con sentido acento sus aclamados poemas.

El sacerdote del vecino municipio de Baranoa, don Lorenzo de Casalins se convirtió en su amigo, porque fue capaz de entender su alma. Muchas tardes acompañándolo en su penosa enfermedad, hablándole del futuro de su familia hasta lograr convencerlo que si no contraía matrimonio por el ritual de la Iglesia Católica y bautizaba a sus hijos todo lo que arduamente había trabajado podría desaparecer de la noche a la mañana. Contrajo matrimonio con Petronita Moreno, su ángel protector en el lecho de muerte.

El 14 de enero de 1923, lo coronaron como ‘poeta nacional’. Se pactó un acto sobrio, pero detrás de la ‘vieja corona’ se organizó la fiesta nacional que reivindicaba la poesía romántica y popular del país. Muchos amigos poetas, cantores, pintores, artistas en general se hicieron presentes. En derredor de su lecho de muerte sus cinco hijos fueron bautizados, teniendo como padrinos a sus compañeros de travesía por las letras universales. Hubo de completar los nombres de las hijas y del hijo menor para que recibieran la sal del bautismo: Evangelina Cielo, Lastenia  Divina, Dolores Lira y Hugo Policarpo.

Puesta en paz su alma y asegurado el destino de su familia, a los pocos días, el 7 de febrero de 1923 expiró el poeta colombiano de mayor reconocimiento universal. Su paisano, el  boyacense Armando Solano, uno de los mejores ensayistas colombianos escribió esta magnífica semblanza del poeta: “Julio Flórez fue la esencia lírica de la patria. Fue un poeta genial, un hombre de dolor y de pasión; un iluminado interprete de la tragedia racial, un anunciador de los destinos de su gente. Colombia no podrá glorificar con acierto y justicia como poeta nacional, es decir, como cantor de sus propios sentimientos, de sus angustias, de sus cóleras, de sus miserias, de sus grandezas, sino a Julio Flórez. Pombo, Silva, Valencia han sido más pulcros, más vastos o más sabios. Ninguno ha sido más leal, ni más fiel al mandato del espíritu y de la sangre de Colombia, que Julio Flórez.”

EL “JETÓN” FERRO, JULIO FLÓREZ Y LA “GRUTA SIMBÓLICA”.       

Tanto Antonio “el jetón” Ferro como Julio Flórez dinamizaron y dieron relevante importancia en el contexto nacional a la “Gruta Simbólica”. El primero, como mecenas del grupo, gracias a sus recursos económicos, producto de las riquezas de la casa paterna, de sus allegados y algunos negocios que le reportaron buenas ganancias; esto le permitió sufragar muchas ‘causas etílicas’ y los espléndidos goces terrenales de la paradísima isla de “El Santuario” en la legendaria laguna de Fúquene, sitio de recreo y solaz para la denominada “Generación del Centenario”, así algunos críticos literarios designen a otro grupo, de los cuales varios integrantes fueron contertulios de la “Gruta”, caso particular del poeta Eduardo Castillo quien encabeza este grupo, como se lee en algunas publicaciones. Necesario recordar que fue Castillo quien reconstruyó la anécdota suscitada entre Flórez y Soto Borda por la agria discusión en torno al poeta francés Alfredo de Musset.

Discusión que nunca se clausuró y que mucho tiempo después, cuando se comenzaron a realizar las primeras aproximaciones interpretativas de lo que fue la “Gruta” y su legado, se llegó hasta analizar las bebidas alcohólicas que consumieron, sobretodo en la “Gran Vía”. Allí llegaban, los consagrados y los ‘iniciados’ todos más o menos melenudos, pues aquella era la época de las grandes melenas románticas. Todos constantes y cordiales bohemios. Eran bebedores de ‘azul’, cuenta Eduardo Castillo, quien participaba en temprana edad de las tertulias, pero además empinaba el codo ingiriendo brebajes incendiarios, desde el brandy de Jorge Pombo, hasta el ajenjo que el poeta Julio Flórez había puesto de moda y que, entre aquellas bebidas democráticas tenía cierto visos de licor distinguido y raro. Se trataba del mismo absintio (absinthe, en francés) de suave color esmeraldino, como el mirar de la ondina que amó Musset y que Gutiérrez Nájera denominó “La Musa Verde” en un pequeño poema cuya estrofa final dice:

Son ojos verdes los que adoramos,
verde el tapete donde jugué,
verdes absintios los que apuramos
y, verde el sauce que te plantamos
sobre el sepulcro, ¡pobre Musset!  

Por su parte Julio Flórez fue estrella y guía tutelar de una generación -si se quiere ‘contestataria’- de los exabruptos de los sucesivos gobiernos conservadores protegidos por la constitución centralista de 1886 y el concordato firmado con la Iglesia Católica un año después. Flórez, lenta pero seguramente se convirtió en figura poética y política hasta su ‘destierro’ en 1905, precisamente por haber logrado desarrollar el talento de convocar actos públicos de protesta que en diversas ocasiones lo remitieron a la cárcel o a recibir ‘ofertas de viajes y otras prebendas’ que a la postre se convirtieron en ‘el seguro de vida’ del vate chiquinquireño.

Intelectuales de los quilates de Eduardo Carranza al abordar la vida y obra de Flórez precisaron que el poeta chiquinquireño tenía ya orgullosa conciencia de su gloria póstuma, escrita en el fiel corazón de su pueblo. Sabía que tocaba con su palabra poética el hombre eterno y elemental, en este caso el colombiano de siempre, para siempre acompañado de sus canciones, como la estrofa que ingenió mirando el esquivo tiempo del futuro:
Ya la potestad, grave y serena
al separar el oro de la escoria,
dirá cuando termine la faena
quien mereció el olvido y quien la gloria.

La “Gruta Simbólica” fue acucioso y solicitado punto de encuentro de los intelectuales bogotanos y colombianos de los comienzos del siglo XX, cuya lista sobrepasó los setenta (70) integrantes que llegaban a la misma por expreso mandato de su capacidad creativa, su ingenio y conocimientos de las esenciales bases del difícil arte que impone la producción literaria. Se le debe reconocer a la “Gruta” el haberse convertido en un poderoso motor que impulsó la literatura colombiana para que abandonara el rasgo de mundo campesino y bucólico que la distinguió en el siglo anterior. En algunas ocasiones hicieron presencias en la tertulia figuras del renombre de Guillermo Valencia y Rafael Pombo.

Muestra particular de este avance y modernización es la novela “Diana Cazadora”, de Clímaco Soto Borda, novela de ambiente bogotano, plena de gracia y salero. Fue escrita al compás de la guerra de los ‘Mil Días’, pero los ecos de la contienda apenas si se escuchan. La trama fue bien planeada, con gusto ejecutada y el desenlace ofrece ribetes de tragedia. No es Diana, la diosa latina o la Artemisa, griega, tiene muchas coincidencias con la ‘Celestina’ española, una ventera de malas artes que caza a un joven de ‘buena familia’ para sonsacarle la vida y los bienes terrenales.

El argumento central lo constituye la vida del muchacho y de su hermano. Presenta un sinnúmero de ocurrencias y chispazos propios de la época que cumple con el objetivo de recoger los principales aspectos de la vida bogotana de principios del siglo. Se puede interpretar como una garbosa y particular crítica al mundo pacato de la Bogotá de entonces. Algunos analistas sostienen que “Diana Cazadora” es la primera novela colombiana que no refleja la vida pastoril y que por lo tanto se le debe tener en cuenta como una obra pionera en la llamada ‘literatura urbana’ que definió aspectos claves de la modernidad. (Fue editada en 1915 por el ‘Doctor Capirote’, David Salgado Gómez).      

Este esfuerzo creativo -matizado por el guasón chispazo o la ‘salida’ inteligente- logró inscribirla en la modernidad que tenía ya unos ecos notables con el poeta nicaragüense Rubén Darío y que en Colombia se difundió gracias a los significativos aportes de los periódicos “El Espectador” y “El Tiempo” y otros que desaparecieron como “Gil Blas” y “La Gaceta Republicana”, atentos a publicar la producción de voces poéticas tan cotizadas como las de José Asunción Silva (a quien Flórez despidió en su tumba en 1896, tras un aparente suicidio, con estos versos: “Lejos de las paredes envejecidas / que guardan el silencio del camposanto, / lejos de las plegarias, lejos del llanto / se ven las sepulturas de los suicidas. // (…) Bien hiciste en matarte: sirve de abono / y a la tierra fecunda. Si no hay clemencia / para ti, nada importa: ¡Yo te perdono!”)

La “Gruta Simbólica” no hubiera alcanzado a perpetuarse en la memoria colectiva de nuestro pueblo, si los chispazos, calambures u ocurrencias del “jetón” Ferro y la suspirada poesía de Julio Flórez no hubieran tocado las fibras más íntimas del alma nacional. A estos dos cantores por excelencia, cada uno en su particular estilo, se les sumaron ingenios de alto vuelo como Clímaco Soto Borda, Jorge Pombo, Enrique Álvarez Henao, Federico Rivas Frade, Carlos Tamayo, Luis María Mora “Moratín” y otros más, a quienes matizaron sus endechas y versos, excelentes músicos que fueron perfilando el ‘Bambuco’ que nació en las romerías a la Virgen de Chiquinquirá y que alcanzó  a ser configurado en la partitura para inscribirlo como la tonada nacional gracias al profesional concurso de  Pedro Morales Pino, Jerónimo Velasco y Emilio Murillo magníficos contemporáneos de los militantes de la “Gruta” que llevaron más allá los versos de Flórez -y de otros integrantes- al musicalizar piezas como “Flores negras” y “El Enterrador”, entre las más recordadas. Inclusive, Emilio Murillo hizo parte del elenco de artistas que a la cabeza de Julio Flórez realizó una gira nacional en 1916; en Jericó, Antioquia, Flórez sufrió un primer desmayo que anunció la gravedad de la enfermedad que rápidamente lo minó. Desafortunadamente, los más ingeniosos escritores de la “Gruta” murieron relativamente jóvenes: en 1912 Jorge Pombo, a la edad de 55 años; en 1914, Enrique Álvarez Henao a los 42 años; en 1919, Clímaco Soto Borda, a los 49 años y en 1923, Julio Flórez a los 55 años de edad.

La “Gruta Simbólica” fue el mejor testimonio de una pequeña ciudad que buscaba su ruta para convertirse en la gran urbe que ahora, en la alocada carrera contra el tiempo no permite ‘ni siquiera el saludo entre vecinos’, mucho menos reunirse para darle curso a la palabra que construye todas las épocas y todos los instantes. Gracias a los aportes de la “Gruta”, en particular sus publicadas memorias se puede colegir que estas constituyen el mejor ‘fresco’ de la ‘aldea de Bogotá’ que intentaba cambiar el siglo de las guerras para entronizarse en la centuria de la modernidad con sus destellos de progreso y desarrollo en todos los órdenes.

La “Gruta Simbólica” -que nació una noche al huir de las seguras golpizas de la policía-  gracias a la atenta e inteligente complicidad del médico Rafael Espinosa Guzmán -quien firmó sus textos con la sigla REG- se mantiene viva porque una de las características esenciales de nuestra cultura es la “resistencia” que se heredó desde las milenarias etnias indígenas que se negaron a ser borradas de la faz de la tierra y, contra viento y marea perviven como testimonio indestructible del misterioso destino del hombre que podrá muchas veces ser derrotado, pero jamás vencido.  

Bibliografía:

Ferro Bermúdez, Antonio (“El jetón”) y Ortega Ricaurte, José Vicente. “La Gruta Simbólica” y reminiscencias del ingenio y la bohemia en Bogotá”. Editorial Minerva, Bogotá, 1952, 428 páginas.

Peñarete Villamil, Fabio. “Así fue la Gruta Simbólica. Crónicas y chispazos del “Jetón Ferro y los mejores epigramas colombianos de todos los tiempos”. Editorial Tipografía Hispana, Bogotá, 1972, 2ª. Edición, 420 páginas, con caricaturas de Edulfo Peñarete V.

Peñarete Villamil, Fabio. “Crónicas y chispazos del Jetón Ferro”. Editorial Tipografía Hispana, Bogotá  2ª.edición, mayo de 1969, auspiciada por la Lotería y Licorera de Boyacá, 100 páginas, con caricaturas de Edulfo Peñarete Villamil.

Serpa-Flórez de Kolbe, Gloria. “Todo nos llega tarde. Julio Flórez. Biografía”. Editorial Planeta, Bogotá, 2ª. Edición, abril de 1995, 360 páginas.

2 comentarios:

  1. Maravillosa información.Le comparto este poema inédito de Julio Flórez que pasó por mis manos y mis ojos. Cordial saludo, begow2012@gmail.com

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